Me considero un escritor realista. Por supuesto, todas las novelas son producto de la imaginación, y por lo tanto no son reales. Pero creo que un escritor realista trabaja a partir del convencimiento de que el mundo que observa es lo que todos experimentamos diariamente, incluso si es desconcertante.
John Updike decía que la base de sus novelas era la “carpintería”, y lo que quería decir era que necesitaba algo tangible -un lugar conocido, gente que comprendiera, un idioma que dominara- antes de ponerse a escribir una sola palabra. Yo me siento igual. La mejor manera de ilustrar esto es decir que no podría, ni sería capaz, de escribir una novela de fantasy medieval, con elfos y dragones y brujas.
Para el escritor realista, la tarea consiste en tomar elementos de la vida cotidiana y convertirlos en algo extraordinario. La vida diaria contiene muchísimas dosis de humor; una abundante cascada de experiencias y emociones, y drama y angustia sin fin en la política, la historia, el arte, el deporte y por supuesto, el amor. Son fuentes de las que los escritores siempre extraemos lo que necesitamos, y mientras haya escritura existirán.
La función del buen novelista es hacer comprender al lector que no se había dado cuenta de que podía ver las cosas de una manera distinta, o que nunca había oído expresadas de esa manera, o que jamás se había planteado las relaciones humanas tal y como las describe el autor. Así, el entendimiento del mundo del lector en toda su variedad y riqueza crece. Eso no se basa en el argumento, o no en su mayor parte, sino en algo que yo calificaría como la verdad novelística: es decir, una forma enteramente ficticia de verdad.
Por ejemplo, se podría decir que Flaubert creó todo un mundo de provincias que nos parece absolutamente creíble, y también que entendemos a Rusia a través de los ojos de sus novelistas, mucho más que aprendiendo la historia oficial de sus gobernantes. En Suráfrica, por ejemplo, la verdad es que los novelistas de la era del apartheid ofrecen una imagen mucho más fiel de la sociedad que los informes oficiales, y sin embargo ficticios, que emitía el gobierno de esa época. Y, extrañamente, las grandes novelas nos permiten conocer y comprender identidades, ciudades y comunidades enteras. Basta pensar en los adjetivos “dickensiano” o “shakespearano” para captar lo profunda que es la influencia de estos escritores en la imagen y la psique de Inglaterra. Los consideramos como representantes o encarnaciones de nuestras propias características nacionales.
Al final, todo estriba en la forma de escribir. Yo me siento satisfecho si encuentro una imagen o metáfora singularmente poéticas en una página, o incluso en un capíulo, o si se me ocurre algo en lo que jamás había reparado. La idea de que los libros deberían ser cómodos y no confrontar nuestros propios prejuicios es un anatema. Los libros están ahí para dar forma a nuestro mundo y entendimiento; uno debería esperar ver el modo de manera distinta, nueva, igual que cuando éramos niños, cada vez que leemos.
Así que con El dinero de los demás, empecé con la idea de crear personajes que fueran completamente convincentes, intentando evocar el espíritu de nuestro tiempo a través de ellos, en lugar de escribir una obra periodística sobre los errores y las equivocaciones de la banca, para después disfrazarla de novela. He tratado de crear un mundo real y humano, y el lector debe decidir si ha resultado convincente, porque una novela es un acto de artificio, el cual a su vez es un pariente cercano del arte.